En casa, picoteo. En los bares, tapeo.

Defiendo la tapa como expresión viva de nuestra cultura, no como un simple producto de consumo. En casa se pica; en los bares se tapea. Porque el tapeo no es solo comida, es conversación, es calle, es itinerancia. Es una forma de estar, de compartir y de vivir.

Reducir la tapa a un recipiente de supermercado es despojarla de su alma: el encuentro social, el bar como escenario, la amistad como contexto, el vino o la cerveza como compañía. Tapeamos cuando nos dejamos llevar por el placer de pasar de barra en barra, de plato en plato, sin prisa, con arte.

La tapa no se consume, se vive.

Y, sin embargo, basta con mirar los lineales refrigerados de cualquier supermercado para comprobar cómo se ha intentado transformar la tapa en producto de quinta gama. Tortillas envasadas, croquetas listas para calentar, ensaladillas industriales… Mercadona ha llevado esta lógica un paso más allá con su sección “Listo para Comer”, en la que ofrece paellas, albóndigas o berenjenas rellenas para consumir allí mismo, microondas mediante. Otras cadenas como Carrefour, Lidl, Alcampo o Eroski han seguido la misma línea.

No es una cuestión de calidad —algunas de estas elaboraciones están bien resueltas—, sino de esencia. Convertir la tapa en un artículo solitario, para comer frente a una pantalla, sin contexto ni conversación, es negar su origen. La tapa no nació para quedarse quieta. Su razón de ser es itinerante y colectiva. Convertirla en un plato envasado es amputarle su sentido más profundo: el del rito compartido, callejero, humano.

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Porque la cultura del tapeo es, ante todo, un viaje. Un viaje corto o largo, pero siempre con destino emocional. En Sevilla cruzamos la ciudad por una tapa caracoles en Valdezorras, cruzamos el río a por un menudo en Triana, volvemos a Sevilla a por unas croquetas o un montadito de pringá en pleno centro, pasando por las pavías de bacalao del Arenal, y acabando con unas espinacas con garbanzos en la Plaza Zurbarán, junto a las setas… y en otra etapa probar, por ejemplo, una buena tortilla de camarones, crujiente, salina, perfecta. Y si hablamos de maridaje, no hay discusión: en mi caso, esa tortilla de camarones es impensable sin una copa de manzanilla bien fría. El tapeo no se entiende sin su pareja líquida. Es un matrimonio inseparable, sea con vino tranquilo o generoso, cerveza helada o un vermut artesano. Y antes de que llegue cualquier plato, hay una reina silenciosa que siempre se presenta primero: la aceituna sevillana. Manzanilla o Gordal, aliñada, rellena, picante… es la tapa inaugural por excelencia, la que abre boca y marca el compás de lo que vendrá. Y ese rito urbano se prolonga y se expande por la provincia: nos lleva, por ejemplo, a Bollullos de la Mitación a por un higadito de pollo memorable; al lugar al que estoy deseando regresar, en temporada de mosto. También al Aljarafe con sus doce razones para ir a Castilleja a probar sus tapas, o a Tomares a cualquiera de las paradas de su ruta; a Coria la Puebla o Isla Mayor para saborear un arroz con pato que honra la marisma; o a la Sierra Norte, donde las chacinas y guisos de cerdo ibérico —desde la carrillada al solomillo al whisky— son identidad pura y verdadera expresión de la gastronomía popular.
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Cada tapa lleva detrás una historia, un bar, una receta de familia, un orgullo local. Y cada barrio o pueblo guarda celosamente su especialidad, como si fuera un tesoro. Esta es la fuerza real del tapeo: que nos hace movernos. Que convierte lo cotidiano en motivo de celebración. Que te lleva a salir de casa y sentarte con alguien, aunque sea contigo mismo, para mirar alrededor, brindar y disfrutar.

Este itinerario sabroso y emocional tiene como grandes aliados a los hosteleros sevillanos, guardianes del rito y de la barra. Desde la Asociación de Hosteleros de Sevilla se sigue trabajando, en colaboración con la Academia para preservar la autenticidad del formato tapa, adaptándolo sin traicionar sus fundamentos y acercándola a los sevillanos con iniciativas como Cuchareando, Con Dos Panes y Pico o Caracolia.

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Porque en esta tierra se cocina mucho más que alimentos: se cocina identidad, desde la Academia Sevillana de Gastronomía y Turismo, creemos que es hora de dar un paso más. De proteger la tapa no solo como formato gastronómico, sino como patrimonio cultural vivo. Y, sobre todo, de reivindicar —sin complejos— el papel de Sevilla como capital universal del tapeo. Porque aquí la tapa no es una moda: es costumbre. No es invención: es evolución. Y no es tendencia: es arraigo.

Reivindicamos una ciudad donde aún se puede tapear de pie en una barra, donde los camareros te llaman por tu nombre, donde los platos se comparten y las rondas se celebran. Reivindicamos también a nuestros pueblos, donde cada tapa tiene acento propio y memoria colectiva. Y defendemos que este modo de entender la gastronomía es tan valioso como cualquier receta de alta cocina.

Porque si algo sabemos aquí, es que la tapa no se explica. Se vive. Se celebra. Se honra.

Alvaro Alés
Director General de Gastropass
Miembro de la Academia Sevillana de Gastronomía y Turismo